Por Graciela Repún (recopiladora)
En las
manos de Aracne, los mechones de lana parecían neblina. Ella era una simple
mortal, hija de un teñidor de lanas, pero había tal arte en su trabajo, que
para contemplarla girando el huso torneado o dibujando con la aguja, las ninfas
abandonaban los viñedos y las aguas.
Enredada
en su soberbia, Aracne comenzó a proclamarse tan buena tejedora como la misma
Atenea. Y ésta se presentó ante ella, tomando la figura de una vieja con
bastón, para aconsejarle que desistiera de medirse con una diosa. La
respuesta de Aracne fue retar a Atenea a probarse en una competición.
Abandonando
su disfraz, la diosa se presentó con todo su esplendor. Enfrentadas en
distintos telares, fueron tensándose las finas urdimbres y se entre-tejieron la
púrpura, los oros y los delicados matices de la transición de los colores. Atenea
creó un tejido en que los dioses aparecerían soberbios y centrales en su
augusta majestad. Luego pintó con la aguja un verdadero toro y un mar verdadero
y bordeó la tela con ramas de olivo de la paz. Pero Aracne dibujó a las deidades con sus debilidades más
carnales, en un trabajo tan brillante y delicado, que la diosa, fuera de sí,
rompió su obra y golpeó a su rival.
Viendo
la furia divina que había provocado su insana soberbia, la joven mortal intentó
terminar con su vida pasándose un lazo por la garganta. Atenea no lo permitió.
“Vive, sí, pero cuelga, malvada”, le dijo. Y rociando a Aracne con los jugos de
una hierba, maldijo su destino y el de su descendencia. La convirtió en una
araña tejedora cuya misión es pender y tejer eterna-mente.